Por Raúl A. Pinto
Saliendo de sus exitosas franquicias “Creed” y “Black Panther”, que tanto le aportaron al cine comercial de la última década, el director y guionista Ryan Coogler se lanza directo al género de terror con “Sinners”, mezclando de forma desordenada, pero innegablemente encantadora, una historia de música y horror gótico sureño, con toques de lo que alguna vez fue llamado blaxploitation.

La historia se ambienta en 1932, en el Delta del río Mississippi, donde la Gran Depresión aún se siente, y la comunidad afroamericana intenta avanzar con la lentitud que la época imponía. Allí llegan los gemelos Smoke y Stack Moore (ambos interpretados por Michael B. Jordan), buscando construir una nueva vida en su tierra natal, asqueados, tras años trabajando para Al Capone en Chicago. Pero la tierra no olvida, y mucho menos cuando las heridas son tan profundas como las que deja el racismo estructural… o el mismísimo diablo. Coogler, siempre atento al tejido social que envuelve sus historias, nos entrega un film donde la música y el terror brotan del mismo dolor ancestral.
El primer acto de “Sinners” se cocina a fuego lento, como las mejores canciones de la música blues. Coogler (también guionista) nos introduce en un mundo donde cada personaje lleva sobre sus hombros el peso de generaciones de opresión. Desde el pianista Delta Slim (Delroy Lindo) hasta la tenaz cocinera Annie (Wunmi Mosaku), todos aquí buscan, de una forma u otra, exorcizar sus fantasmas.

Coogler no se contenta con reciclar clichés de vampiros; aquí los monstruos no sólo beben sangre, sino cultura, identidad, esperanzas. Ahí tenemos a Remmick (Jack O’Connell), el vampiro irlandés que lidera a los no-muertos, seduciéndoles, no con promesas de placer, sino de pertenencia: siendo el mismo una víctima de discriminación en EEUU, ofrece una inmortalidad que suena tentadora en una tierra que rechaza a los suyos. Haciendo un eco macabro de las promesas incumplidas del sueño americano, la metáfora es potente. Aunque nunca deja de ser una película comercial, “Sinners” contiene un subtexto racial y de colonización cultural que saca historia de ser un simple cuento de horror.
El clímax termina abarcando todo el segundo y tercer acto, con una espectacular secuencia de música y baile, oscura, hipnótica, terrorífica, que parte cuando el pragmático Sammie (Miles Caton), huyendo de su represivo padre, “abre el velo” con su guitarra mágica. Allí, el juke joint, el boliche aquel, toma una vida inesperada, conectando pasado y futuro de forma brillante.

Ludwig Göransson, colaborador habitual de Coogler, compone una banda sonora que no es mero acompañamiento: es un personaje más, un sonido que impregna cada plano. Esta construcción cuidadosa que tan bien funciónó en “Creed 2”, las películas de “Black Panther” y también sus colaboraciones de Göransson con Christopher Nolan tiene su recompensa, pues cuando el mundo de los vivos, los muertos y los medio-muertos se juntan, la tensión ya ha calado en nuestros huesos, y sólo nos queda esperar por un final, que se sabe será agridulce.
“Sinners” es deslumbrante también en lo visual, con Coogler sacando el máximo provecho a las proporciones que el formato IMAX le da. Con más de dos horas de duración, el ritmo se dispara, de tranquilo a trepidante, dándonos un film más que satisfactorio. Disponible en salas.
