Por Francisco Reyes
TORONTO. Por todos los rincones de la ciudad se respira el ambiente navideño con luces y decoraciones características de estos días postreros del año.
A través de los medios de comunicación, la sociedad de consumo proyecta imágenes sobre la Navidad que tienen el objetivo de aumentar las ventas en el comercio, distorsionando el verdadero sentido de esta festividad religiosa.
La Navidad tiene su origen mucho antes de la aparición del Cristianismo con la celebración pagana al “Sol Invictus” el 25 de diciembre en el antiguo Imperio Romano. Cuando el emperador Constantino lo oficializó como religión del Estado, la Iglesia Católica reemplazó esta fiesta con la que corresponde al nacimiento de Jesús, que dividió la historia en ‘antes’ y ‘después’ de Cristo.
Históricamente, las sociedades han celebrado la Navidad con escenas románticas y sentimentales muchas veces desconectadas de creencias religiosas y tradiciones culturales.
Esas celebraciones, en su vertiente no religiosa, mueven a millones de seres humanos alrededor del mundo a participar de ellas con fiestas de familias, de organizaciones comunitarias y de empresas en las que se trabaja, caracterizadas por la abundancia de comidas, bebidas y regalos.
El Cristianismo es una religión de migrantes. Los festejos de la Navidad fueron traídos a América por los conquistadores europeos a través de la Iglesia Católica para reemplazar, como en el Imperio Romano, las festividades de las religiones nativas.
Desde los días de la colonización el Catolicismo ha sido la religión predominante en América y, por consiguiente, la institución que ha universalizado en el continente los ritos y las festividades del Cristianismo, entre ellas, la Navidad.
Como inmigrantes, los hispano-latinoamericanos hemos llegado a este país con nuestros ‘paquetes’ culturales y con o sin nuestras creencias religiosas. De modo que no estamos al margen de las celebraciones navideñas.
Pero muchos de nosotros, cuando alcanzamos el poder adquisitivo que no tuvimos en nuestros países de origen, nos dejamos arrastrar por el consumismo y “tiramos la puerta por la ventana” durante la Navidad.
Es comprensible que los festejos nos ayudan a preservar nuestras tradiciones en suelo canadiense y contribuyen a reunir a las familias dispersas, que escogen la Navidad como el momento más apropiado para estar juntos, con el fin de cohesionarse y compartir las comidas típicas de los lugares de dónde venimos, que a veces no preparamos en otra época del año.
Pero surgen algunas interrogantes, como realidades ocultas de los inmigrantes hispano-latinoamericanos en Canadá. ¿Tenemos todos el mismo poder adquisitivo para gastar excesivamente durante la Navidad? ¿Cuántos hay que no tienen trabajo y, por consiguiente, no tendrán las mismas oportunidades de celebrar estas tradiciones?
Mientras muchos estarán celebrando, otros tantos pasarán la Navidad en completa soledad. Muchos de nuestros adultos mayores que viven en unidades de la Corporación de Viviendas de Toronto, no tendrán a nadie a su alrededor porque no tienen familiares.
Madres solteras, que dependen de la asistencia social, con niños pequeños que no tendrán regalos, se las pasarán encerradas en sus hogares, sin que nadie se acuerde de ellas.
También encontramos la triste realidad de quienes padecen la enfermedad de la adicción al alcohol y/o las drogas que viven en las calles o en los deplorables ‘shelters’ de la ciudad, sin que se les tome en cuenta.
Desde la óptica de la Teología de la Liberación, Jesús nació pobre e hizo “una opción preferencial por los pobres”. A ellos estuvo destinada la mayor parte de su mensaje para la construcción de un nuevo mundo (el Reino de los Cielos) sobre la Tierra. Quienes se definen como cristianos están llamados a poner en práctica esa opción por los pobres y compartir con ellos, especialmente en estas festividades.
Nos sorprende que algunos templos cristianos promuevan fiestas navideñas para la nochebuena en las que hay que pagar entre $70-80 dólares por adultos y $30-40 por menores de 12 años. Algo que va en contradicción con los Evangelios de Jesús, como se demuestra en la parábola del Banquete de Bodas, en que el rey, enojado con los invitados que no asistieron, ordena a sus mensajeros: “Vayan, pues a las esquinas de las calles e inviten a la fiesta a todos los que encuentren” (Mt 22,9).
Las iglesias están llamadas a compartir con los pobres, con todos los que encuentren en las calles, aún sean no creyentes o simplemente ateos.
¿Cuántas familias hispanas, esposos con tres hijos, podrán gastar más de $200 en una de esas fiestas pagadas? En el caso de quienes la celebrarán en sus hogares, ¿invitarán a los ‘seniors’ abandonados, a las madres solteras, a los desamparados de las calles?
La globalización del mundo nos plantea globalizar la solidaridad. Los hispano-latinoamericanos somos solidarios y queda demostrado en las fiestas de recaudaciones de fondos para ayudar a los necesitados.
No deberíamos dejar que los efectos de luces y decoraciones, que la filosofía del consumismo individualista nos embriague y nos sumerjan en el fondo de una sociedad alienada y alienante, que aniquila el espíritu solidario de la Navidad.
Que sean nuestras fiestas navideñas un compartir con los más necesitados próximos a nosotros.