Por Guillermo Fernández Ampié
El 27 de junio de 2018, durante su cierre de campaña en un estadio repleto de simpatizantes, el entonces candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador hizo una breve referencia a los migrantes centroamericanos que por miles cruzan cada año el territorio mexicano rumbo a Estados Unidos (EUA). Sus palabras marcaron una notable diferencia respecto al discurso de sus predecesores, pues propuso atacar directamente las causas que originan el éxodo masivo centroamericano. De esa manera se desmarcaba de quienes en EUA como en México califican a los migrantes como delincuentes o criminales y llaman a penalizar la migración.
López Obrador también afirmó que promovería una iniciativa para desarrollar Centroamérica, de manera que sus habitantes tuvieran la oportunidad de trabajar y quedarse en sus respectivos países. La idea recordó la nefasta Alianza para El Progreso que Estados Unidos promovió en la década de los años sesenta, pero se percibió como una buena noticia.
El 2 de julio, después, una vez declarado vencedor en los comicios presidenciales López Obrador retomó su idea. Las expectativas creadas entre los centroamericanos, y no solo entre migrantes, fueron enormes. Se auguraba un cambio en el trato violatorio de los derechos humanos y muchas veces rayando en lo criminal que algunos funcionarios y policías mexicanos han dado a los centroamericanos (y a los nacionales de otros países) que ingresan a su territorio por medios no convencionales y sin los papeles exigidos por las autoridades.
En octubre, quizás por la cobertura mediática que se le dio, cuando ingresó la caravana de migrantes provenientes principalmente de Honduras pareció que se había despertado una nueva sensibilidad en sectores de la sociedad mexicana que antes parecían indiferentes a un fenómeno que más que todo ha ocupado la nota roja. Así se movilizaron muchos grupos para contribuir con alimentos y otros artículos para las más de siete mil personas, incluyendo menores de edad, que integraban la caravana.
El cambio duró poco. Semanas después, en las redes sociales se publicaron expresiones de rechazo hacia los centroamericanos, por cierto, muy similares a las que se manifiestan en EUA contra los migrantes latinoamericanos.
En diciembre, cuando López Obrador asumió como el nuevo presidente de los mexicanos, otra vez insistió en abordar de forma diferente el fenómeno de la migración y resaltó la necesidad de atacar las causas que lo originan.
En enero y febrero de este año nuevos grupos ingresaron al país. Se trató de “caravanas” mucho más pequeñas que la de octubre del año pasado. Estas ya no tuvieron tanta cobertura mediática. Parecía que los migrantes ya no experimentarían la persecución de la que tradicionalmente han venido siendo objeto. Debían de inscribirse en puestos del Instituto Nacional de Migración. Ahí se les tomaría una fotografía y algunos datos, y se les extendería un documento para permanecer en México durante un año, una medida considerada humanitaria.
Pero entre los migrantes también surgió un nuevo temor: que los datos recabados sean transmitidos a las autoridades estadounidenses. Así que nuevos grupos de migrantes decidieron hacer caso omiso de la disposición mexicana.
En abril, Policía Federal y agentes de Migración cerraron el paso a más de tres mil migrantes que caminaban sobre una de las principales carreteras del Estado de Chiapas rumbo a la Ciudad de México. Cientos fueron detenidos y trasladados a centros desde donde serían deportados a sus lugares de origen. Otros lograron huir tras esconderse entre los matorrales de los alrededores. La noticia cayó como una losa sobre la naciente esperanza de una nueva política y un trato diferente hacia los migrantes.
Las especulaciones no se hicieron esperar. Hubo quienes comentaron que Estados Unidos había doblado el brazo al presidente López Obrador para que México reasumiera el papel del vigilante que cuida sus fronteras. Otras voces comentaron que la acción policial fue razonable, pues no podía permitirse que decenas de miles de centroamericanos deambularan por el país, y menos ahora que cada vez son más los que optan por quedarse en México.
En mayo, hace apenas algunos días, la Secretaria de Gobernación Olga Sánchez Cordero declaró que no se permitirá que los migrantes violen las leyes mexicanas, y que se deportará a quienes no deseen “regularizarse”. La funcionaria también explicó que los migrantes habían confundido la visa humanitaria para permanecer en el país con un salvoconducto para continuar su viaje hacia Estados Unidos.
Así las cosas, el nuevo gobierno mexicano pasó de manifestar muy buenas intenciones hacia los migrantes a aplicar una política rigurosa, con rasgos parecidos a la ejecutada por sus predecesores. Por consiguiente, habrá que esperar más tiempo para ver un verdadero cambio en el trato hacia los migrantes centroamericanos (y de otras regiones). Mientras tanto, los que deseen ingresar a territorio mexicano nuevamente la tendrán difícil.