Por Emilio Godoy
Daños en la estructura, con pequeños derrumbes y grietas y hendiduras en las paredes forman parte de la secuela en esta vivienda colectiva del cataclismo de magnitud 7,1 que sacudió principalmente la capital y los vecinos estados de México, Morelos y Puebla.
La edificación de dos pisos donde las familias indígenas habitan desde 2007 ya había sido dañada por el aniquilador terremoto de magnitud 8,0 que el 19 de septiembre de 1985 impactó la capital mexicana, exactamente 32 años antes del que volvió a devastarla ahora.
Desde el día 19 “dormimos afuera, porque la casa está muy dañada y se puede caer. No queremos ir a un albergue, porque nos pueden quitar el predio”, explicó Fernández, madre de dos niños y quien trabaja en el comercio informal.
Los residentes en la casona, entre ellos 16 niños, montaron una carpa en la acera, bajo la cual se guarecen, cocinan y duermen, mientras cuidan su maltrecha vivienda y las pertenencias dentro de ella.
Fernández, integrante de la no gubernamental Comunidad Indígena Otomí “Hadi” (“hola”, en lengua ñahñú), indicó que la ayuda humanitaria recibida hasta ahora provino de organizaciones no gubernamentales y ciudadanos.
Pero cuestionó lo que calificó como desdén de las autoridades hacia ellos y la discriminación exhibida por algunos vecinos.
“Es injusto que nos discriminen por ser indígenas y pobres. Nadie merece ese trato”, afirmó.
El terremoto provocó al menos 331 muertos –la mayoría en Ciudad de México-, al menos 33 edificios derrumbados y unos 3.800 dañados parcial o totalmente.
El ciclo escolar se reanudó parcialmente el lunes 25, al igual que la actividad económica y las labores administrativas, pero miles de estudiantes y empleados se resisten a volver a sus centros educativos y de trabajo hasta no contar con garantías de seguridad en los inmuebles.
En condiciones similares vive otra comunidad ñahñú que reside en otra edificación que ocuparon cuando estaba abandonada y ruinosa, en un barrio del centro de esta capital, de casi nueve millones de personas y que supera los 21 millones al sumar su área metropolitana.
Tras el terremoto montaron un campamento en la calle al lado del inmueble que se mantiene precariamente en pie, donde duermen, cocinan y comen. Su negativa a trasladarse a un refugio se debe al temor de un desalojo y la pérdida de su vivienda y sus enseres.
“Nos hemos organizado para preparar la comida y cuidar las cosas. El gobierno no nos ha atendido. Siempre hacen a un lado a los indígenas”, reclamó Telésforo Francisco Martínez, integrante del grupo de 35 familias que habitan el inmueble.
La blancura de tres carpas grandes y una más pequeña contrasta con la lona negra que protege la entrada al edificio. Dos tiendas de campaña completan el campamento improvisado, junto a dos fogones y mesas pequeñas para comer.
Los indígenas trabajan en el comercio informal, venta de arte ancestral, limpieza de autos en la calle o de viviendas.
“No hemos podido trabajar, así que no hay ingresos”, lamentó Martínez, quien limpia parabrisas de vehículos en las calles.
Desde 1986, unos 2.000 ñañhúes migraron hacia Ciudad de México desde el municipio de Santiago Mezquititlán, en el central estado de Querétaro, y ahora ocupan ocho asentamientos en barrios del centro-oeste capitalino.
Ciudad de México atrae a miles de inmigrantes internos que abandonan sus localidades para sumarse al trabajo informal y suelen vivir en asentamientos irregulares en la periferia de la capital.
Los ñañhúes, que totalizaban 623.098 en 2015, son uno de los 69 pueblos originarios mexicanos, que suman unos 12 millones de personas, de una población total de 129 millones.
Cerca de 1,2 millones de indígenas viven en la capital, según datos del no gubernamental Centro Interdisciplinario para el Desarrollo Social (Cides).
“Son familias que, por su condición, desde hace mucho tiempo ocupan espacios en condiciones deplorables, incluso en predios que desde el terremoto de 1985 estaban deshabilitados”, explicó la directora del Cides, Alicia Vargas.
“El nuevo temblor dejó a los inmuebles inhabitables. Les han dicho que no pueden volver a vivir en esos edificios”, detalló.
Para Vargas, cuya organización trabaja con esas minorías, esos grupos han sido “los tradicionalmente invisibles, especialmente los niños” y cuyo nivel de vulnerabilidad se agudiza con los desastres y se hace mucho más evidente la exclusión y discriminación que sufren.