Por Alejandro A. Morales
TORONTO. Escribo estas líneas durante este fatídico encierro invernal. Contemplo el parque que al otro lado de la calle parece inalterado por el blanco acumulado a su alrededor y la ausencia del verde de sus árboles. Solo los pinos y los siempre verdes albergan el blanco de las nieves pasadas inmutables ante las estaciones esclavas de la rotación de la tierra y otros fenómenos astronómicos que aún me cuesta entender.
Si heroicamente decidimos salir, el frío cruelmente nos calará los huesos. Honestamente, el solo hecho de salir a caminar a mi edad prueba ser dificultoso. “Vamos por parte” me digo, comenzando la laboriosa tarea de ordenadamente poner sobre la cama las ropas a usar en esta breve salida, cuya duración ignoro hasta que mi cuerpo como un pájaro de mal agüero me diga simplemente “basta”.
Primero, por supuesto, la ropa interior. Camiseta, de algodón, calzoncillos boxer reforzados por los llamados “long-johns” comprados en una tienda del mall cercano que provee vestuarios a los trabajadores de la construcción. “Mata pasiones” le llaman en mi país y mi abuela se los tejía ella misma pacientemente durante los meses tibios anticipando el frío cordillerano de nuestro invierno, aún cuando veíamos la nieve rara vez, a menos que la contempláramos a corta distancia en los primeros macizos andinos.
Bueno, continuando con nuestro “vía crucis” de vestirnos, nos toca elegir ahora los pantalones más gruesos posible. Quienes llevamos años en este generoso país, sabemos que nuestros closets están atochados de ropas. Ropas invernales para el invierno. Lógico. Otras para la media estación y, un tercer grupo para el caluroso verano que suele no envidiar los trópicos de nuestro continente. En esta última sección están los añorados shorts y sandalias que contemplamos con tristeza estacional. Clima continental le llamábamos en clase de geografía. Frío en el invierno y caluroso en el verano. No nos quejamos, emigrar no significa ir de turismo a dónde hayamos elegido. Resignación es la palabra adecuada, pero si no fuera por la calefacción central y el aire acondicionado ya habríamos hecho las maletas nuevamente.
Como tarea próxima está la elección del tradicional sweater o chomba, esta última una palabra venida del quechua ancestral, si estoy en lo correcto. Puede ser una que se pone sobre una camisa, ojalá también invernal, u otra de cuello tortuga o a lo “Firpo” como le llaman en otras latitudes. Aunque hay un país donde las llaman “beatles”, ya que las usaban los fabulosos chicos de Liverpool. Cierto, esto último suena cursi, pero donde la cursilería reina suprema, esto es apenas notado.
Y cuando pareciera ser que estamos listos, nos quedan los calcetines o medias, dependiendo de que país viene uno. En la tienda mencionada venden unos gruesos de lana lo que hace difícil calzar las botas, que las hay de todos tamaños y manufacturas. Todo es cuestión de gusto y, peor aún, de edad. En nuestro subte veo muchachas jóvenes con zapatillas de tenis sin calcetines y me dan deseos de preguntarles cual es el secreto. Pero, puedo ser mal interpretado y guardo silencio.
En fin, ya estamos vestidos. Nos falta elegir la bufanda, normalmente regalo de Navidad, los guantes, las orejeras, por si acaso, y un gorro que nos cubra gran parte de la cabeza. Yo me niego a usar gorros de lana que me desbaratan el pelo y uso un jockey (así le llamábamos en mi país) de origen irlandés que eran la moda en los años 20 en la clase trabajadora. Se me enfría la testa, pero me veo más guapo. Al menos así lo pienso yo.
Antes de salir, volvemos a pensar si tanto trabajo valió la pena. La radio y TV dicen que las calzadas están convertidas en canchas de patinaje. Me irrito ya que no han tirado sal en el camino. Un amigo, que dice siempre estar bien informado, me asegura que ya se gastaron la sal para este invierno. La escasez es el resultado de una huelga en las minas de sal. A mi me suena trucho, como excusa de político.
Por otra parte, las máquinas que limpian la nieve se ocupan de crear verdaderas montañas del material blanco al borde de la vía peatonal y quienes no fueron andinistas o alpinistas son incapaces de trepar a riesgo de romperse el cuello o alguna otra parte sensitiva del cuerpo. Pero, ya estamos en la puerta.
El factor viento o térmico, como le llaman, es devastador. Hace bajar la temperatura, según las condiciones, al menos otros 10 grados. ¿Qué hago? O sigo en mi salida y me voy al restaurante de la esquina a tomar una sopa o un late. ¿Volver sobre mis pasos? Y tener que deshacer lo que tanto me costó. Fácil decisión final: me quedo en casa viendo el Netflix y no salgo hasta abril. Lo prometo.