Por Alejandro A. Morales
TORONTO. Para quienes nos encontramos en el medio de nuestra tercera edad el mes de abril, cuando la nieve comienza a derretirse y los desnudos árboles prometen reverdecer dentro de poco, nuestro ánimo también pareciera comenzar levemente a florecer esperando la tibieza de los primeros días de la añorada primavera.
Lo que en estos días nos ocurre pareciera ser la repetición de una rutina que ocurre al momento de escribir estas notas. Mis congéneres de la tercera edad, cualquiera que sea su procedencia en esta ciudad que se precia de su diversidad, caen en una letanía que escucho diariamente. “El invierno se quedó atascado y rehúsa partir” o “si hace frío a fines de abril los cerezos japoneses no florecerán como ocurrió hace un par de años” y muchas otras frases llenas de pesimismo.
No obstante, la escondida esperanza de una primavera jovial y encantadora no se pierde. Haciendo reminiscencia de años anteriores me pregunto por qué la mayoría de mis amigos hispanohablantes que llevan mas de cuarenta años en esta nórdica tierra todavía se angustian – lo digo sin exagerar – de anticipar si esta dulce doncella llamada primavera vendrá finalmente a saludarnos.
Aún cuando nuestro acostumbrado hábito de los llamados “winter blues” se niega a abandonarnos. Esto no constituye óbice para que nuestros amigos, incluyendo los diversos grupos que se reúnen semanalmente, comiencen a planificar actividades para la temporada primavera y verano. Esta es una estrategia bastante adecuada para anticipar y por ahora disfrutar mentalmente de nuestras visitas, picnics y caminatas en los cientos de parques y parquettes de nuestra ciudad. Y de esta manera estar preparados para nuestro disfrute en esta mitad del año, lo que nos hace olvidar la otra que irremediablemente llegará antes de la Navidad.
Por tanto, se acaban las caminatas en las “malls” donde nos refugiamos del frío invernal y fuimos tentados a consumir más de lo necesario. Es hora de desenterrar los shorts y las sandalias y tenerlos prontos para su debut en las primeras semanas de mayo. Por mi parte, me siento privilegiado de vivir frente a uno de los parques más grandes y hermosos de la ciudad.
Con ya reducida nostalgia comienzo a pensar en las caminatas primaverales, altamente recomendadas por mi cardiólogo para darle un masaje a mi necesitado corazón. A decir verdad, ya me siento caminando bajo una arboleda verde usando mis bastones nórdicos dándome un “baño de bosque”, como dicen los japoneses. Los bastones porque ayudan nuestras caderas y rodillas según los entendidos y lo del bosque porque nos calma y baja la presión.
Llegada la primavera, cada vez que emprendo una de mis acostumbradas caminatas empezando por la parte boscosa del parque, estas constituyen una nueva aventura. ¿Cuál entonces es mi destino en cada excursión? Son varios, aunque el que más disfruto es partiendo de la esquina noreste del parque donde emprendo mi pequeño viaje hacia un lugar muy especial para mí. Mi favorito es el Laberinto que se encuentra en el medio de una arboleda. Para llegar allí debo usar los caminos internos del parque por casi un kilómetro. Finalmente, después de una subida emerjo en la avenida central del lugar donde hay canchas de tenis y una pileta para el disfrute de los más jóvenes, quienes tardarán en aprender algún día el disfrute de la naturaleza y sus maravillas.
Sin embargo, no he llegado allí desprovisto de un “cocaví”, como le llamaba mi abuela en mi ancestral país. Preparo un termo de té verde, dos huevos duros (tradicional en cada paseo al campo o la playa en mi niñez), un par de “sanguches” y una fruta. Como compañía un buen libro. Idealmente uno del buen Gabriel García Márquez, aunque ya me los he leído todos. Nunca falta algún libro de moda que mi hijo se encarga de procurarme, aunque en algunos llegó a la página cincuenta como mucho. Libros en español son un lujo en este país y normalmente los leo lentamente en sus últimas páginas como si fueran una botella de un Malbec de calidad. Me da pena terminarlos y disfruto su desenlace como saboreando las últimas gotas de ese delicioso vino.
Sentado al sol en el círculo de asientos que rodean el laberinto observo como la gente de todas las edades, incluso niños, circulan hasta llegar al centro, un lugar idealmente de meditación. Los niños corren alrededor como si fuera una carrera desaforada. Si llegan a viejos aprenderán a apreciar las bondades de la calma y la contemplación.
Pero, como todas las cosas hermosas en nuestras vidas, la primavera canadiense es muy corta. De pronto llega el verano, ese exagerado señor que nos abruma con su calor. No desesperar, a los seniors nos queda todavía el otoño con su tibieza y su fantástico colorido. No nos queda otra cosa que decir adiós al invierno por ahora. ¡Nos veremos nuevamente en seis meses!