Por Alejandro A. Morales
TORONTO. Una rápida mirada a la participación de los adultos mayores en eventos y actividades de ese grupo etario muestra cuán disímil es la presencia de hombres y mujeres en el quehacer social y participativo de este segmento poblacional. El sector masculino, por razones que trataremos de confirmar, aparece ausente en una proporción de dos a cuatro varones por cada diez personas y, en ocasiones mucho menor a esta cifra.
Mujeres y hombres mayores, por razones obvias de edad, arrastran la carga social asignada a su género materializándose la participación social de forma muy dispar entre ellos y ellas. Este hecho implica que mujeres y hombres no envejecen de la misma forma, llegando a esta etapa en condiciones muy dispares: hombres jubilados, mujeres mayores trabajadoras no remuneradas, distinto poder adquisitivo, distintas relaciones sociales, distintas actividades de ocio, distintas inquietudes, etc.
En la II Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento estas valoraciones se materializaron en el siguiente epígrafe: «Las mujeres de edad superan a los hombres de edad, y cada vez más a medida que la edad aumenta. Reconocer los efectos diferenciales del envejecimiento en las mujeres y los hombres es esencial para lograr la plena igualdad entre mujeres y hombres y para formular medidas eficaces y eficientes”.
El papel de las mujeres mayores se encuentra, desde varias perspectivas, invisibilizado. La contribución que realizan a la sociedad no se reconoce formalmente. Un ejemplo de ello lo muestran aquellas mujeres que en la actualidad cuentan con unos 60 años y que realizan las tareas de cuidado de unos padres de más de 80 años, atienden a sus maridos mayores, y ayudan a sus hijas en el cuidado de sus nietos.
Es lo que en la actualidad se empieza a conocer como el «síndrome de la abuela esclava». La inversión de tiempo para la realización de estas tareas de cuidado, a las que habría que sumar el tiempo empleado en labores domésticas, deja sin posibilidades participativas a todas estas mujeres. Desde otra perspectiva, como es la realización de actividades, las diferencias de género también son notables.
Mientras los hombres realizan actividades en mayor número, en espacios abiertos y con mayores grados de movilidad, las mujeres concentran su actividad en espacios domésticos o afines a ello y con un carácter más pasivo. La división sexual del trabajo doméstico plantea en este sentido un punto de análisis.
El ocio de los hombres mayores se configura como un elemento positivo para la etapa de jubilación en la que se encuentran. No resulta así para las mujeres mayores, especialmente para las que no han tenido un trabajo remunerado, ya que para ellas no existe tal jubilación de las tareas del hogar, por lo que siguen vinculadas a dichas actividades.
Es importante dotar al análisis de la participación de una perspectiva de género. Son más de la mitad de las personas mayores las que llegan a edades más tardías y se configuran como un elemento indispensable para mantener el bienestar social.
Aun así, la presencia femenina en el mundo social y participativo de la tercera edad es notoria. El momento de la jubilación implica un cambio sustantivo a nivel efectivo y simbólico para aquellas personas que pasan a esta nueva etapa. En el caso de la población masculina, el hombre pierde normalmente su estatus de “jefe del hogar” y el importante grado de socialización que tenía en el trabajo se desvanece creando una seria ruptura con sus habituales contactos que le llenaban, de alguna manera, gran parte de su vida. Como contrapartida, la población femenina, haya sido trabajadora asalariada o no, necesita emocionalmente salir de las anteriormente mencionadas rutinas impuestas por el desarrollo de la vida hogareña.
Las diferentes consecuencias que la jubilación, por otro lado, puede acarrear en la vida de las personas, otorga una categoría relevante a este acontecimiento impactando a hombre y mujeres de diferentes maneras: disminución productiva, en muchos casos salarial, cambios en las expectativas de la vida, pero a la vez, nuevas oportunidades de usos del tiempo, como es el caso de las mujeres liberadas de rutinas domésticas.
En algunos círculos se sugiere que la reducción de la participación social tardía puede estar mediada por la identidad social, es decir, las autoconcepciones que los individuos derivan de sus pertenencias grupales (por ejemplo, mujer, docente, montañista, cristiana). Existe evidencia de fuertes vínculos entre la identidad social y la utilización de los centros o grupos de gente mayor. Se sugiere, además, que un hombre mayor puede no querer asistir a un grupo poblado principalmente por mujeres porque esto contradeciría su identidad masculina.
Además, el envejecimiento generalizado puede llevar a los individuos a evitar grupos para personas mayores en caso de que se identifiquen como “ancianos” y, por lo tanto, estar estigmatizados, a pesar de la lenta, pero consistente, retirada del viejismo y el machismo en la vida de la tercera edad. (Fuente: Ministerio de Educación Política, Social, España; Publicación PLOone).