Por Alejandro A. Morales
TORONTO. Cuando el transcurrir del tiempo nos aproxima al crepúsculo de nuestras vidas, nos urge la necesidad de echar una mirada retrospectiva a lo acontecido y vivido en estas largas décadas que constituyen nuestra existencia. El vertiginoso acontecer de nuestra juventud ocurre dejando algunas huellas que luego parecieran desaparecer de nuestra realidad.
Sin embargo, no es así. La calma y la reflexión de nuestros años maduros nos hace emprender algunos viajes que nos llevan al rincón de los recuerdos. Ha sido tanto lo ocurrido y tantas estas huellas, muchas veces ínfimas y en otras grandiosas, según nuestra manera de ver las cosas. Cómo quisiéramos tener la capacidad de reproducir esos momentos que marcaron épocas de nuestro existir.
Miro una fotografía de mi único hijo, hoy todo un hombre, pero allí en sus primeros años de vida, y quisiera tenerlo cerca nuevamente, jugando conmigo, enseñándole a patear una pelota de trapo y deseando ver en él un pequeño Maradona. O esa otra en su uniforme de béisbol, cuando en el diamante del parque golpeó la bola con las bases llenas y estuvo a punto de hacer un cuadrangular. Los gritos de niños y padres resuenan claramente en mis oídos. Era mi niño, el que me llenaba el pecho de orgullo, o de pena cuando pequeños fracasos ensombrecían su rostro.
Por asociación me traslado a mis doce años, cuando los amigos de mi barrio se inscribieron en un club infantil de fútbol y yo era el único que quedaba fuera convencido que mis habilidades futbolísticas eran demasiado precarias para ficharme como jugador, pero ellos con esa fuerte solidaridad de barrio me empujaron a participar, aún cuando en la jerga infantil “no le pegaba a la pelota ni al quinto bote”.
Pero, era otro sentimiento, que todavía nos acompaña. El ver al amigo más allá de sus cualidades especiales. Era esa fuerza solidaria que a veces añoramos y que todavía encontramos en el grupo de adultos mayores que aún frecuentamos, unidos por ese lazo humano y cultural de la hermandad y el tener un idioma común solo diferenciado por cadencias fonéticas y vocablos que más que diferenciarnos nos hacen aprender y estar unidos.
Y cómo olvidar la maravillosa luminosidad del mar, el dorado de la playa, las gaviotas y alcatraces que navegaban el fresco aire de ese Pacífico inolvidable y todo su entorno de pinos y árboles. Y por supuesto, los primos y parientes que eran figuras inescapables en aquellos paseos dominicales en la costa de nuestra provincia.
Mi madre coleccionaba fotos de sus amigas y amigos y, posteriormente, de la familia en un álbum donde abundaban las fotos en blanco y negro que con su sutil encanto nos transportaba a otras décadas y era como la historia gráfica de la gente que nos acompañó desde nuestros tiernos años. Las fotos en color nos trajeron a otra realidad enmarcando la velocidad del tiempo y los detalles y su profundidad de campo que poco dejaba a la imaginación y las sugerencias de luz y sombra.
Pequeños objetos quedan todavía guardados en ese metafórico baúl y nos transportan esporádicamente al pasado. Mi padre, maestro y director de escuelas primarias, se compró en aquellos años una apreciada lapicera Parker 51 de color negro y con pluma de oro y tapa dorada. Como gran cosa me la prestó para escribir mi bachillerato en letras, que era la prueba final de la escuela secundaria y que calificaba para obtener acceso a carreras universitarias. Hoy lo contemplo como una prueba de cariño hacia su primogénito.
Años después de su fallecimiento inquirí con mi madre qué había pasado con la lapicera, la que yo tanto envidiaba a mi padre. Logré que una hermana generosa me la enviase a Canadá y, aunque su tapa dorada estaba dañada, la guardé como recuerdo. Hasta que conseguí una tapa metálica de otra Parker 51 y hace solo unas semanas atrás compré un frasco de tinta, hoy por día casi inexistentes en las librerías, y comprobé que la podía usar como antaño. El suave deslizarse de la Parker sobre el papel y el estampar de mi firma sobre documentos me hizo volver a ese lejano pasado trayéndome inolvidables recuerdos de mi padre cuando la uso.
Hay quienes opinan “que las personas mayores deberíamos centrarnos en el presente, sentir las cosas como son y no intentar cambiarlas, sino que aceptarlas tal y como suceden. La clave para ello es no perderse lo que está sucediendo en el presente por estar pensando en lo que se desearía, pero no es”. Yo he tratado, pero de vez en cuando necesito abrir este baúl de los recuerdos y echar mano a aquellos gastados objetos del pasado que me hacen pensar en lo que ha sido mi vida y son una fuente de inspiración y sentimientos humanos.