Por: Hugo Cisneros
El cristiano está invitado a aceptar libremente la voluntad de Dios sobre él como un camino de redención y salvación. Es necesario mirar a Cristo y ver su hoja de ruta, su ejecutoria, para darse cuenta que la voluntad de Dios no es fácil de comprender, ni de vivir con fidelidad; sin embargo, no cabe duda que es una voluntad salvífica. “Dios quiere que todos los hombres se salven”. Cuando nos resistimos a aceptar la voluntad de Dios, sobre todo cuando ésta supone sacrificio, dolor y muerte, nos resistimos también a aceptar su amor. Cristo nos enseña que en la humilde, pero gozosa y fiel sumisión a la voluntad del Padre, se encuentra el camino del amor. Cristo mismo experimentó la sensación de abandono por parte del Padre en la cruz, Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?
El grito de Jesús en la cruz, queridos hermanos y hermanas nos dice el Papa Juan Pablo II-, no delata la angustia de un desesperado, sino la oración del Hijo que ofrece su vida al Padre en el amor para la salvación de todos. Mientras se identifica con nuestro pecado, “abandonado” por el Padre, él se “abandona” en las manos del Padre. Fija sus ojos en el Padre. Precisamente por el conocimiento y la experiencia que sólo él tiene de Dios, incluso en este momento de oscuridad ve límpidamente la gravedad del pecado y sufre por esto. Sólo él, que ve al Padre y lo goza plenamente, valora profundamente qué es lo que significa ser fiel y tener sumisión al Padre.
Después de haber pasado tres días de la muerte de Cristo, entramos en el Domingo de Pascua, “es el día que hizo el Señor”, iremos cantando a lo largo de toda la Pascua. Y es que la expresión del Salmo 117 inunda la celebración de la fe cristiana. El Padre ha resucitado a su Hijo Jesucristo, el Amado, Aquél en quien se complace porque ha amado hasta dar su vida por todos.
Vivamos la Pascua con mucha alegría. Cristo ha resucitado: celebrémoslo llenos de alegría y de amor. Hoy, Jesucristo ha vencido a la muerte, al pecado, a la tristeza… y nos ha abierto las puertas de la nueva vida, la auténtica vida, la que el Espíritu Santo va dándonos por pura gracia. ¡Que nadie esté triste! Cristo es nuestra Paz y nuestro Camino para siempre. Él hoy “manifiesta plenamente el hombre al mismo hombre y le descubre su altísima vocación”
El gran signo que nos da el Evangelio es que el sepulcro de Jesús está vacío. Ya no tenemos que buscar entre los muertos a Aquel que vive, porque ha resucitado. Y los discípulos, que después le verán Resucitado, es decir, lo experimentarán vivo en un encuentro de fe maravilloso, captan que hay un vacío en el lugar de su sepultura. Sepulcro vacío y apariciones serán las grandes señales para la fe del creyente. El Evangelio dice que “entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó” (Jn 20,8). Supo captar por la fe que aquel vacío y, a la vez, aquella sábana de amortajar y aquel sudario bien doblados eran pequeñas señales del paso de Dios, de la nueva vida. El amor sabe captar aquello que otros no captan, y tiene suficiente con pequeños signos. El “discípulo a quien Jesús quería” (Jn 20,2) se guiaba por el amor que había recibido de Cristo.
“Ver y creer” de los discípulos que han de ser también los nuestros. Renovemos nuestra fe pascual. Que Cristo sea en todo nuestro Señor. Dejemos que su Vida vivifique a la nuestra y renovemos la gracia del bautismo que hemos recibido. Hagámonos apóstoles y discípulos suyos. Guiémonos por el amor y anunciemos a todo el mundo la felicidad de creer en Jesucristo.
Siendo testigos sembraremos esperanzas de Resurrección a la vida eterna
“Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados”
Cuando llegamos al Domingo II de Pascua, completamos la octava de este tiempo litúrgico, una de las dos octavas —juntamente con la de Navidad— que en la liturgia renovada por el Concilio Vaticano II han quedado. Durante ocho días contemplamos el mismo misterio y tratamos de profundizar en él bajo la luz del Espíritu Santo.
Por designio del Papa Juan Pablo II, este domingo se llama Domingo de la Divina Misericordia. Se trata de algo que va mucho más allá que una devoción particular. Como ha explicado el Santo Padre en su encíclica Dives in misericordia, la Divina Misericordia es la manifestación amorosa de Dios en una historia herida por el pecado. “Misericordia” proviene de dos palabras: “Miseria” y “Cor”. Dios pone nuestra mísera situación debida al pecado en su corazón de Padre, que es fiel a sus designios. Jesucristo, muerto y resucitado, es la suprema manifestación y actuación de la Divina Misericordia. “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito” (Jn 3,16) y lo ha enviado a la muerte para que fuésemos salvados. “Para redimir al esclavo ha sacrificado al Hijo”, hemos proclamado en el Pregón pascual de la Vigilia. Y, una vez resucitado, lo ha constituido en fuente de salvación para todos los que creen en Él. Por la fe y la conversión acogemos el tesoro de la Divina Misericordia.
La Santa Madre Iglesia, que quiere que sus hijos vivan de la vida del resucitado, manda que —al menos por Pascua— se comulgue y que se haga en gracia de Dios. La cincuentena pascual es el tiempo oportuno para el cumplimiento pascual. Es un buen momento para confesarse y acoger el poder de perdonar los pecados que el Señor resucitado ha conferido a su Iglesia, ya que Él dijo sólo a los Apóstoles: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20,22-23). Así acudiremos a las fuentes de la Divina Misericordia. Y no dudemos en llevar a nuestros amigos a estas fuentes de vida: a la Eucaristía y a la Penitencia. Jesús resucitado cuenta con nosotros.