Por Mario García Castro
MADRID. El trumpismo, a través del populismo autoritario, ha sido el mejor paradigma de lo que hoy se ha denominado la era de la posverdad: el predominio político de la verdad subjetiva. La hegemonía del subjetivismo cultural ha sido la base de la nueva autocracia digital que desde la autoridad emocional desprecia el conocimiento científico e intelectual.
La resistencia del trumpismo a abandonar el poder y reconocer la mayoría social de su rival demócrata en las pasadas elecciones de los Estados Unidos ha sido la última revelación de la naturaleza autocrática y dictatorial de esa estrategia de movilización política populista.
Suele situarse el nacimiento de esta nueva cultura política en el entorno anglosajón, en el 2016, con el triunfo electoral de Donald Trump, el triunfo del Brexit en el referéndum de Gran Bretaña y la posterior victoria del exalcalde de Londres, Boris Johnson en 2019.
Trump, un magnate empresario antipolítico, sociópata y cómico del espectáculo televisivo, partidario de las redes sociales y denostador de los medios de comunicación tradicionales, se convirtió en presidente de los Estados Unidos. Su influencia se había sustentado en tratar a sus electores como si fueran la audiencia de un programa televisivo de entretenimiento.
El artífice de su campaña electoral, Steve Bannon, un exbanquero de inversiones del Partido Republicano, también lo fue de la campaña del referéndum del Brexit. Junto con otros protagonistas como Karl Rove, poderoso consejero de George W Bush, Roger Ailes, fundador de Fox News, o Dominic Cummings, autor de los mensajes de la campaña de los eurófobos, que asumieron por primera vez que la percepción emocional era lo único importante.
Hoy todos ellos, fundadores del nuevo populismo derechista, están ya en sus horas más bajas, aunque fueron los primeros en llevar a la práctica política que los hechos no son hechos, ni existen los datos, solo las interpretaciones sobre un vaso de agua medio lleno. Lo que importa ya no es la verdad sino el impacto. El triunfo de lo visceral o de lo más simple sobre la complejidad de lo real.
Fueron los asesores de Trump los que inventaron la existencia de la “verdad alternativa”. No existe una realidad verificable, solo una controversia entre los hechos y “los hechos alternativos”, por eso en esta nueva lógica política se impuso la confrontación y la polarización de posiciones.
Hay un nexo directo entre posverdad y medios de comunicación: la evidencia de presenciar los hechos de la actualidad en tiempo real también ha conducido progresivamente a los medios hacia el primado de las emociones y los sentimientos.
La información se valora por su celeridad e impacto frente a su objetividad. Si la televisión había amplificado lo espectacular, la tecnología digital ha sido el auténtico motor de la posverdad porque fomentó la inflación de información y el gregarismo. Internet provocó el desprecio de la complejidad intelectual para poder revelar lo más simple.
Antes, la sociedad aún penalizaba electoralmente al que pillaba en una mentira. Hoy en día ya no es así. Fue con la administración de G.W. Bush cuando comenzó la política que no se basaba en la “anticuada” realidad sino en la creación de una nueva, precisamente la que ideo su propio asesor, Karl Rove.
Esa otra realidad que los asesores de Trump llamarían más tarde “hechos alternativos” y que estaba basada en el estudio de los espectadores de televisión, aquellos que consideran que realidad y espectáculo viene a ser lo mismo.
La inflación de la oferta informativa, la liberalización de la televisión y sus contenidos que imitan la realidad han acabado convirtiendo el mundo en una ficción. A través de los talks shows (programas de entrevistas) y del infotainment (infoentretenimiento) se ha consolidado el nuevo paradigma de que no hay hechos solo opiniones.
Steve Bannon y los ideólogos del populismo derechista reconstruyeron la deconstrucción de dogmas y religiones conservadoras que los posmodernos se habían propuesto, y así Trump acabó como principal beneficiario electoral a través de las redes sociales y sin ningún prejuicio sobre la verdad, lo que ha constituido uno de los momentos históricos “posverdaderos” por antonomasia.
Si todo es un constructo, quién va a denunciar lo falso, quién va a impedir a los creadores de fake news luchar contra la poderosa hegemonía de los viejos medios de comunicación. Entre tanto adicto a las telepantallas, la posverdad constata que cualquier punto de vista es legítimo y carece de sentido buscar la verdad porque la realidad se ha difuminado.
Trump ha sido el producto mediático perfecto. En la era de la posverdad o de la subjetividad, los medios y sus compañías han aprendido el negocio de las redes sociales: hay que identificar a tu audiencia y luego alimentarla con historias que refuercen su sistema de creencias.
Quizá la caída de Trump permita superar la hegemonía de esta cultura de la posverdad, pero permanecerá más o menos mitigada la permanente voluntad política de la desinformación como manipulación interesada de la realidad.