Hay un momento en la vida, en el que los padres nos quedamos «huérfanos» de nuestros hijos.
Los chicos crecen sin pedir permiso a la vida, con una estridencia alegre y a veces, con una alardeada arrogancia. Pero no crecen todos los días, crecen de repente.
Un día, se sientan junto a ti y con una increíble naturalidad, te dicen cosas que te indican que aquella criatura de pasitos temblorosos e inseguros que hasta ayer necesitaba pañales, ya creció.
¿Cuándo creció?… No me he dado ni cuenta.
¿Dónde quedaron las fiestas infantiles, los juegos en la arena, los cumpleaños con payasos?
Crecieron en un ritual de obediencia orgánica y desobediencia civil y ahora estás ahí, en la puerta de la disco, esperando ansioso que salga y sin problemas… Pero no estás solo, hay toda una fila de «padres y madres taxistas» esperando a sus hijas e hijos para llevarlos a casa.
Vaya escena, por un lado, están nuestros hijos, entre hamburguesas y gaseosas; con el uniforme de su generación y sus incómodas mochilas en la espalda. Y, por otro, estamos nosotros, con el pelo cano por la edad y por el silencioso sufrimiento…
Y son nuestros hijos; a los que amamos a pesar de los golpes de las modas, de las escasas noches de paz, de las malas noticias y la dictadura de los horarios. Crecieron observando y aprendiendo de nuestros errores y nuestros aciertos; principalmente de los errores que esperamos no repitan…
Y nos cansamos de ir detrás de ellos de un lado para otro, hasta que, de pronto, no sabemos cómo, nos quedamos «huérfanos» de hijos. Ya no tenemos que ir a buscarlos a las puertas de las discotecas y los cines. Ya no tenemos que llevarlos ni recogerlos de la clase de música, del fútbol, el ballet o la natación. Salieron del asiento de atrás y se sentaron al volante de sus propias vidas.
Quizás debimos haber pasado más tiempo respirando conversaciones y confidencias entre las sábanas de la infancia; o cuando eran adolescentes, ¿Por qué no pasamos más tiempo con ellos en sus habitaciones cubiertas de posters, agendas coloridas y música ensordecedora?
Ahora ya es tarde, crecieron sin que invirtiéramos en ellos nuestro tiempo y afecto.
Al principio nos acompañaban al campo, a la playa, a la piscina y reuniones con amigos y familiares. Compartíamos la Navidad y los días festivos, había peleas en el auto por sentarse al lado de la ventanilla, por los chicles y por escuchar la música de moda. Pero llegó el tiempo en el que viajar con los padres se transformó en esfuerzo y aburrimiento, no podían dejar a sus amigos o sus primeros amores. Y los padres quedamos totalmente marginados por nuestros hijos. Por fin teníamos la tranquilidad que siempre habíamos deseado… aunque no era como habíamos soñado.
Ahora los miramos de lejos, casi siempre en silencio, esperando que elijan bien en la búsqueda de la felicidad y encuentren su lugar en la vida, de la manera menos complicada posible.
En cualquier momento nos darán nietos. Los nietos serán para nosotros la oportunidad de brindar cariño y ternura sin tener que hacer nada. No tenemos que educar, corregir, disciplinar… Eso se acabó, ahora nos toca simplemente amar generosamente, sin límites, porque quizás es nuestra última oportunidad de amar sin pensar en nada más.
Así somos y así vivimos, pero personalmente creo que es posible que lo que ahora tratamos de hacer con nuestros nietos lo hubiéramos hecho con nuestros hijos, antes de que crecieran demasiado. Estoy seguro de que no estamos obligados a ser padres mediocres y abuelos maravillosos; podemos ser buenos padres y buenos abuelos.
«Solo aprendemos a ser hijos, después de ser padres y solo aprendemos a ser padres, después de ser abuelos… es como si solo aprendiéramos a vivir, después de que la vida pasó»
Vicente Forner