Por Francisco Reyes
TORONTO. El crimen, calificado como ‘sacrilegio’ por dicha diócesis y repudiado por la jerarquía eclesiástica de San Salvador, generó una ola de indignación en el país, que mantiene fresca la memoria de los asesinatos del padre Rutilio Grande, de monseñor Oscar Arnulfo Romero y de los sacerdotes Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín-Baró, segundo Montes, Juan Ramón Moreno y Amando López, profesores de la UCA.
Los motivos del homicidio no están esclarecidos. La policía conjetura que se trató de “un atentado directo”, sin descartar el robo, debido a que los encapuchados que lo emboscaron y ultimaron en un descampado dejaron escapar a dos jóvenes acólitos que lo acompañaban para ir a celebrar los oficios del jueves Santo en su natal Lolotique, donde fue sepultado el pasado lunes 2 de abril.
Lo cierto es que el crimen se produjo en una zona donde opera la temible ‘Mara Salvatrucha’, por lo que fuentes allegadas al padre Walter consideran que “lo mataron por predicar contra la violencia de las pandillas”.
El padre Vásquez es el primer sacerdote asesinado presumiblemente por la delincuencia de los antisociales mareros en El Salvador después de los Acuerdos de Paz de 1992.
Al establecer comparaciones entre este crimen y los asesinatos arriba mencionados, vemos que los escenarios y los motivos son completamente distintos.
El padre Rutilio Grande, monseñor Romero, el padre Ellacuría y sus jesuitas fueron víctimas selectas de los altos mandos militares que gobernaron en El Salvador desde los años de preguerra hasta el momento en que era casi imposible frenar el conflicto armado que dejó en el país centroamericano un saldo de 75 mil muertos, 8 mil desaparecidos y más de un millón de exiliados.
Estos mártires buscaron evitar que el país se desangrara en la guerra fratricida. Se identificaron con los más necesitados, con los que sufrían en carne propia la violencia de un sistema político opresor dirigido por coroneles que integraban la famosa Tandona, con apoyo financiero y logístico de la Casa Blanca.
Fueron acribillados en lugares tenidos como ‘sagrados’ por el pueblo católico salvadoreño: Las Tres Cruces (Rutilo Grande), la capilla del Hospital Divina Providencia (Monseñor Romero) y la residencia de la UCA, institución universitaria de la Iglesia Católica (Ellacuría y sus jesuitas).
El asesinato del padre Walter, quien criticaba con acrimonia a las maras, se produjo en un despoblado conocido como La Casona. Sus autores son presuntos delincuentes surgidos de la descomposición social que dejó la guerra de 10 años, tras la cual miles de jóvenes salvadoreños perdieron las esperanzas y el respeto a la dignidad humana para convertirse en pandilleros.
Es probable que muchos de ellos no sean completamente culpables de la pérdida de los valores que definen la esencia del ser humano, sino quienes sucesivamente han gobernado al país desde antes de la guerra, al no ofrecer les oportunidades para desarrollarse como seres íntegros y respetuosos.
Con el agravante de que las pandillas se nutren de jóvenes que regresan deportados de Estados Unidos, tras cumplir condenas carcelarias por actos reñidos con las leyes norteamericanas.
La Arquidiócesis de San Salvador, en su mensaje de condolencias a la Diócesis de Santiago de María y a los familiares del padre Walter, ha pedido por “la conversión” de los que cometieron el crimen, a la vez que ha exigido a las autoridades “el esclarecimiento de los hechos”. Pero las heridas sociales del crimen no cicatrizarán con sólo llevar ante la justicia a sus autores para que reciban merecidas sentencias. Por el contrario, han recrudecido viejas laceraciones.
Hay quienes plantean medidas más drásticas para acabar con la delincuencia. En ese sentido, concuerdan con declaraciones del presidente de China quien, tras la ejecución de un narcotraficante colombiano en ese país, dijo que “La muerte de un criminal peligroso atemoriza a los demás delincuentes”.
No estamos totalmente convencidos de que sea ésa la única solución posible para erradicar la delincuencia en El Salvador y en otros países de América Latina donde las pandillas mantienen en zozobra a la población indefensa que ve poquísimo o ningún esfuerzo de los gobiernos para acabar con ese mal social que retrasa el progreso de los pueblos.
Pero sí estamos seguros de que la muerte del padre Walter Vásquez sacudirá la conciencia colectiva de los pueblos y los gobiernos latinoamericanos para empezar a buscar respuestas concretas a esa epidemia social continental, antes de que las pandillas establezcan dominio absoluto dentro de nuestras naciones, que aspiran a vivir en paz, en el ejercicio de la democracia.
Canadá podría contribuir en la búsqueda de soluciones, dado que la delincuencia afecta su libre comercio con la región.
*Francisco Reyes puede ser contactado en [email protected]