Por Guillermo Fernández Ampié
Esta denominación es aún más notable cuando estas formaciones de carácter oligárquico, tradicionalmente aliadas de Estados Unidos, se encuentran en oposición a gobiernos encabezados por fuerzas progresistas, de izquierda, o simplemente que no son tan dóciles a la voluntad política de los estadounidenses. Incluso es retomada y repetida en los escritos de muchos académicos que manifiestan o dicen poseer simpatía con los gobiernos que se intenta descalificar llamándolos “populistas”.
Me ha tocado leer más de una tesis donde también se denomina y califica a los grupos oligárquicos y de derechas, manera acrítica, como “los sectores democráticos”, como si se tratara de un dogma, una verdad ya establecida. Se les llama así por un uso muy arraigado de este vocabulario, quizás por inercia.
Sin embargo, considero que debe problematizarse esa denominación, y el lenguaje en general, con el que comúnmente se hace referencia a esos partidos y grupos de derecha, oligárquicos, históricamente opuestos a todo intento de transformación social. Considero que es un imperativo cuestionar y reformular esa terminología, más aún desde la academia que se considera identificada con los sectores subalternos en nuestro continente, y que se supone que apoya los proyectos que intentan romper la subordinación, el sometimiento y la explotación a la que ha sido sometida América Latina por los poderes centrales.
Debe ser cuestionado y problematizado porque esta tarea es una más del proceso de creación de conocimiento desde una perspectiva propia. De lo contrario, sólo continuaremos repitiendo los conceptos y denominaciones de un discurso elaborado en un contexto ajeno al nuestro, en realidades históricas, políticas, sociales y culturales muy diferentes a las nuestras.
Pero también debemos cuestionar tal denominación y calificación porque esos sectores oligárquicos no son ni han sido democráticos. A lo largo del último siglo, sus discursos y prácticas fueron opuestas a la democratización de la sociedad, a una distribución menos injusta de las riquezas, la tierra y el conocimiento, negando así las posibilidades de una verdadera realización plena e integral de millones de seres humanos. Todos sus empeños han estado orientados a mantener sus injustos y ofensivos privilegios.
Para lograrlo han sido capaces de todo: de mentir, aterrorizar y hasta sabotear la economía de sus países. Han apoyado y financiado masacres de inocentes; ordenado el asesinato de religiosos que trataron de llevar a la práctica, de manera coherente, las prédicas del evangelio; han financiado a los organismos policiales encargados de torturar y desaparecer impunemente a las personas que luchaban por un cambio social. Los ejemplos sobran. Así fue en Guatemala de mediados del siglo XX, en la Argentina y Chile de los años setenta; en El Salvador y Nicaragua de los años ochenta, y ahora en Venezuela.
Ante lo que ocurre en este último país, una vez más se hace común escuchar que los grandes medios de noticiosos califican y nombran, de manera repetitiva e incansable, “sectores democráticos” a los grupos que siembran el terror en las calles de distintas ciudades venezolanas. Los llaman democráticos, aunque las acciones de esos opositores al gobierno de Nicolás Maduro son similares a las que realizaron los grupos contrarrevolucionarios que el gobierno estadounidense de Ronald Reagan financió, armó y entrenó para ahogar en sangre y destruir la economía de la Nicaragua sandinista de finales del siglo XX.
La estrategia que utilizan es la misma: Como sus pares contrarrevolucionarios nicaragüenses en los años ochenta, los opositores venezolanos atacan a la población civil que no comparte su posición política, destruyen y queman infraestructura de los servicios sociales que brinda el Estado a los trabajadores y sectores más necesitados, incluyendo guarderías infantiles y hospitales, y privan de alimento a la población. Estos grupos aparentemente denuncian y protestan por la falta de alimentos, pero extrañamente ocultan, entierran o queman toneladas de víveres. También queman hospitales para exigir “democracia”.
Y, como a los “contras” antisandinistas, resultaría más apropiado llamarlos y calificarlos de cualquier manera, menos como “democráticos”, porque no lo son. Nunca lo han sido.
*Guillermo Fernández Ampié, de origen nicaragüense, es Profesor del Colegio de Estudios Latinoamericanos de la materia “Historia socioeconómica de Centroamérica”. Es especialista en historia y pensamiento de Centroamérica.