Ana Paredes era pre adolescente en Chile al momento del golpe de Estado que culminó el 11 de septiembre de 1973 con el derrocamiento del gobierno socialista de Salvador Allende y la instauración de una de las peores dictaduras militares de América Latina. Aunque vivía lejos del epicentro del trastorno político, su padre tuvo miedo de ser alcanzado las garras de las güiñas militares y optó por sacar a la familia en tres etapas, con destino a Argentina, mediante la ayuda de las Naciones Unidas.
Por Francisco Reyes
TORONTO. Primero salió el padre, luego la madre y seis de los siete hijos hacia un refugio en Mendoza, y a los pocos meses el hermano mayor de Ana. De allí pasaron a la Ciudad de Santa Fe. La crisis política argentina, tras la muerte de Perón, no auguraba nada estable a esa familia, por lo que partieron a otro refugio en Buenos aires.
Vislumbrando el ascenso de la dictadura militar en Argentina, su padre decidió el refugio hacia Canadá, llegando a Montreal pocos días después, con la libertad de escoger dónde residir. Optó por Sarnia, ciudad del oeste Ontario y fronteriza con el estado de Michigan, Estados Unidos.
Pasaron tres días en Toronto, teniendo el privilegio de ver un helicóptero colocando la cúpula de la “CN Tower” en medio de un gentío maravillado ante la torre más alta del mundo, en 1974.
En Sarnia empezaron una nueva vida, siempre con la esperanza de regresar a Chile una vez restaurada la democracia. Al hablar de su primera experiencia en Canadá, Ana dice que “el primer choque cultural fue con el clima. Salimos de Buenos Aires en verano, con temperatura de 38º C y aterrizamos en Montreal bajo una tormenta de nieve y temperatura a -33º C”.
En la escuela secundaria, Ana experimentó el segundo choque: el problema lingüístico, la discriminación y la burla de compañeros de estudio, por ser inmigrante, con expresiones sarcásticas en su idioma, referidas a su origen hispano.
“Nuestro recibimiento fue insultante, por la ignorancia de los estudiantes de una pequeña ciudad como lo era Sarnia en ese tiempo. Mis hermanos experimentaron lo mismo en la escuela primaria”.
“Tres de esos jóvenes –abundó- sabían que llegábamos tres de nosotros. Nos esperaban y nos decían “¡Ándale, ándale! Y nos cantaban ‘La Cucaracha’. Me molestaba y me decía que no tenía nada que ver una cosa con la otra… en vez de saludarnos. Nos miraban como bicho raro. A todo esto, se agrega que me bajaron dos cursos”. Pero pudieron superar la barrera lingüística.
“Académicamente, fuimos exitosos. Traíamos una preparación aceptable, además de mi interés por tomar cursos de humanidades, como, por ejemplo, Historia. Poco a poco nos fuimos integrando a Canadá”.
Graduada en la secundaria, postuló a la Universidad Autónoma de México (UNAM) porque quería estudiar Psicología en su propio idioma. Algunos inconvenientes se presentaron y decidió quedarse en Canadá para estudiar Trabajo Social y Comunitario, “que me abrió la puerta en término de iniciar un poco lo que yo quería hacer”.
“Quería viajar y me fui por siete meses a Europa. Regresé y luego me fui a Chile. Encontré trabajo, pero a esa altura sentí que las cosas habían cambiado para mí y me regresé a Canadá”. Era el año 1981.
“Decidí continuar mis estudios de especialización. Mi primer trabajo fue en el hospital psiquiátrico de Saint Thomas, cerca de London, Ontario, durante un año.
Me vine a Toronto y trabajé con adolescentes en una agencia de servicio social”, cuenta, agregando que durante un año estudió “Sign Language” para poder comunicarse en su labor con niños sordomudos, “lo cual me fascinaba”.
En este país siempre laboró en un medio anglosajón. Se casó, tuvo una hija y se fue a México con el esposo, para hacer trabajo comunitario. Al regresar, volvió a esa área profesional. Luego, se fue vuelta a Chile, trabajó allí por dos años y medio, tratando de reinsertarse. Pero no resultó.
Al volver a Canadá consiguió empleo en Worker Eduacational Association, donde se necesitaba una persona que hablara español, para servir de enlace con las comunidades latinas.
Esta experiencia la llevó a conocer instituciones tales como el Consejo de Desarrollo Hispano, de cuya junta directiva ha llegado a formar parte, así como el Centro para Gente de Habla Hispana, Costi y Centro Nueva Vida, entre otras.
“Me impactó muchísimo saber que existía un conglomerado de organizaciones hispanas de las que no tenía idea”, expresó impresionada y sonriente, al recordar aquel hallazgo, en el que también se encontró finalmente consigo misma.
Desde entonces Ana Paredes ha ocupado importantes posiciones en juntas directivas de las organizaciones hispano-latinoamericanas, entre ellas el Consejo de Desarrollo Hispano, de la cual fue presidenta por casi una década, y a la cual recientemente regresó para ocupar la misma posición voluntaria.
De igual manera, ha realizado un extensivo trabajo humanitario en varios países de América Latina, especialmente en comunidades indígenas del altiplano guatemalteco. Actualmente trabaja en Saint Stephen House como consejera de empleo, particularmente dirigido hacia jóvenes, y también forma parte del Consejo Canadiense de la Herencia Hispana (HCHC).
Si bien el golpe de Estado de 1973 desarticuló su vida en Chile, la sociedad canadiense, y las comunidades hispano-latinoamericanas en particular, han sido las más beneficiadas del trabajo social de Ana Paredes, quien ha demostrado en el exilio, ya como ciudadana, que “es alguien para hacer algo” por aquellos que más la necesitan.
*Francisco Reyes puede ser contactado en [email protected]
CITA
“Me impactó muchísimo saber que existía un conglomerado de organizaciones hispanas de las que no tenía idea”, explicó Ana Paredes
CIFRA
1974
Fue el año en que Ana Paredes, sus padres y hermanos, llegaron como refugiados a Canadá