“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas…”
Por Horacio Tejera
TORONTO. Cuando un hasta entonces casi desconocido editor en la Buenos Aires de 1967 recibió el paquete de hojas mecanografiadas que le había enviado desde Ciudad de México un también ignoto periodista colombiano, supo de inmediato que estaba frente a algo extraordinario: la que sería muy pronto la novela en español más publicada después del Quijote; la explosión de un estilo narrativo imaginativo y sorprendente que se conocería como Realismo Mágico y alucinaría al mundo; el punto de no retorno de lo que se llamó Boom Latinoamericano, que ayudaría a reubicar en el mapa no sólo las letras sino también la cultura múltiple y la historia subterránea de un continente agredido, empobrecido, marginado y lleno de vida.
Aquel paquete que Gabriel García Márquez (el joven periodista del que estamos hablando) había enviado desde una estación de correos del Pedregal de San Ángel, contenía sólo la mitad de la novela inigualable que pronto nos maravillaría bajo el título de Cien Años de Soledad. El dinero que habían podido conseguir él y su primera mujer no había resultado suficiente para enviar el manuscrito entero por lo que les quedaba todavía pendiente la tarea de vender algunos enseres domésticos para conseguir lo necesario para enviar la segunda mitad. Y de todos modos y dado que ya la novela había sido rechazada por dos editoriales de primer nivel, el esfuerzo de haberla escrito parecía excesivo, y el gasto en que incurrían al enviarla a una ciudad tan alejada y tan ajena al Macondo en que se desarrollaba la historia, se anunciaba como una inútil pérdida de tiempo
Por toda esa peripecia de empecinamiento, desproporción, genio y resistencia al fracaso, por todo lo que sucedió después de que la primera edición de Cien Años de Soledad se agotara en pocos días tras su aparición el 30 de mayo de 1967, por todo lo que su lectura significó para quienes fuimos contemporáneos y testigos de aquella maravilla y no pudimos olvidarla jamás, Latin@s en Toronto, el Hispanic Canadian Heritage Council y Latin Cuisine, los Departamentos de Español y Portugués de la Universidad de Toronto y los consulados de Colombia y Argentina se confabularon para que el jueves 8 de Junio en el restaurante La Carnita, el público escuchara, en la voz de dieciséis mujeres y hombres de diferentes edades, diferentes procedencias y diferentes sensibilidades, aquellos pasajes de Cien Años de Soledad con los que se sintieran más identificados.
La idea fue que la riqueza de acentos e inflexiones del español, y en este caso del español latinoamericano, se sumara al fenómeno de simpatía y empatía que se genera cuando una persona lee en voz alta para otra (algo que uno de los organizadores definió como “acto de amor”) de modo de celebrar el 50 aniversario de la obra con un encuentro en el que la lectura, el disfrute de la comida y la bebida y la charla con amigas y amigos, resultaran apenas facetas distintas de las mismas emociones compartidas.
Para conseguir eso, representantes consulares, estudiantes, docentes universitarios, activistas comunitarios, periodistas, nos volvieron a introducir con sus voces en las vicisitudes de aquellos primeros habitantes de Macondo en el inicio de los tiempos, cuando no todas las cosas tenían nombre y había que señalarlas con el dedo; en las visitas de los gitanos que llevaban a la ciénaga las maravillas y las locuras del mundo; en los reclamos de Úrsula Iguarán por tener un lugar reconocible como suyo y de sus hijos, aunque fuera en ese lugar maldito; en el encuentro del Galeón abandonado en la selva rodeado de enredaderas y henchido de amapolas; en la epidemia de insomnio y olvidos; en la elevación de Remedios la bella, desnuda y liberada; en las apariciones de mariposas amarillas que le iluminaron a Meme el camino al amor y a la desgracia, en la irrupción de los gringos, eficientes y demoledores, y en la vorágine de recuerdos en la que Aureliano salta las páginas desesperado por llegar a tiempo al momento en que sucederá lo que estaba anunciado desde siempre.
Fue una experiencia extraña y reconfortante, porque nada que tenga que ver con el realismo mágico podría no serlo. Fue algo que ahora sabemos que se puede hacer y se podrá mejorar para que nuestra identidad cultural e idiomática no languidezca en la nostalgia o no se reduzca a lo previsible. Y fue algo que hubiera sido inviable sin el aporte entusiasta de cada uno de quienes se vieron implicados y encantados por la posibilidad de dejarse seducir nuevamente por la magia y la belleza, el público incluido.