Por Ernesto Donan
En este país donde se presume abundancia, hay demasiada gente haciendo malabares para llegar a fin de mes. Y muchos de ellos tienen títulos, experiencia, ética de trabajo… y acento extranjero. Sí, hablamos de inmigrantes. De nosotros.
No es noticia que el costo de vida en Canadá se ha disparado. Pero lo que no se ve en las estadísticas es el costo emocional que esto representa para quienes no tienen red de apoyo, ni familia extendida, ni un sistema que los entienda más allá de los formularios.
Están los que hacen cuentas cada semana para ver si alcanza para la renta y la comida. Están los que mandan dinero a su país aunque aquí vivan con lo justo. Están los que se sienten avergonzados de pedir ayuda. Y también están los que sonríen en público, pero por dentro cargan una presión silenciosa.
¿Exagero? No. Lo que pasa es que el estrés económico no deja moretones visibles. Pero afecta la salud, las relaciones, la autoestima y la capacidad de soñar. Y cuando se vive en silencio, se convierte en una trampa.
Lo paradójico es que Canadá sí tiene recursos. Pero la desigualdad se filtra por los resquicios de un sistema que no siempre entiende que “ingresos anuales” no equivale a “calidad de vida”. Que trabajar no siempre significa vivir dignamente.
Hablar de esto no es victimismo. Es realismo. Y decirlo en voz alta es un acto de dignidad. Porque si no reconocemos el problema, no hay forma de resolverlo.
Esta columna no tiene la respuesta. Pero sí una intención: ponerle palabras a una experiencia común que demasiados viven en silencio. Para que el estrés económico deje de ser invisible. Y para que empecemos a reclamar, como comunidad, lo que merecemos: no caridad, sino justicia.
Cuando el dinero no alcanza: el estrés invisible del inmigrante
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