Por Alejandro A. Morales
TORONTO. La palabra “memoria” tiene muchas acepciones en nuestro glorioso idioma castellano inmortalizado por el gran Cervantes, quien nos dejó un legado imperecedero con “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”. Algunas de ellas que extraemos del Diccionario de la Real Academia de la Lengua, por ejemplo: “Facultad psíquica por medio de la cual se retiene y recuerda el pasado “; “Exposición de hechos, datos o motivos referentes a determinado asunto”; “Obra pía o aniversario que instituye o funda alguien y en que se conserva su memoria”; “En filosofía escolástica, una de las potencias del alma”.
Hay aproximadamente otras 30 acepciones dependiendo de las circunstancias. Sin embargo, es cuando llegamos a la consabida “edad dorada” cuando doña Memoria comienza a preocuparnos, además del terror que nos provoca el perderla del todo, o que sea el preludio de otras condiciones de disminución cognitiva, las que ni siquiera quiero mencionar por terror de sufrirlas.
Cuando niño en mi escuela primaria, en el lenguaje de mis compañeros de curso alguien que tenía “buena memoria” era sinónimo de inteligencia. Confieso pudorosamente que yo tenía buena memoria y me aprendía las lecciones “al dedillo”. Eso me daba suficiente talento para ser el primero entre 52 alumnos, como decía mi certificado del tercer año. Recuerdo con cariño que al exhibirlo en mi familia aquello me traía significante aumento de monedas, billetes y caramelos que era como se premiaba a los niños en aquellos lejanos años. Esto además de recibir una copia en español del entonces afamado libro “Corazón” por Edmundo D’Amicis, que era el más usado para premiar a los alumnos de “buena memoria”.
En nuestra tercera edad pareciera que el proceso se ha revertido e ignominiosamente comienzo a olvidar con frecuencia donde he dejado mis anteojos; o peor aún, no saber dónde dejé mi tarjeta Presto, lo que me obligaría a pagar o simplemente caminar en una ciudad del tamaño de nuestro querido Toronto, lo que es simplemente algo imposible. Las llaves se convierten en otro tormento, lo que me hace llegar atrasado a eventos o reuniones y cuando en la mirada de los asistentes leo la pregunta usual: ¿Qué pasó?, mi capacidad de mentir se duplica para inventar excusas, ya que jamás confesaría que perdí las llaves y admitir el declinar de mi capacidad de recordar.
En mis estudios de derecho en la universidad teníamos un famoso profesor de Derecho Administrativo que adhería a un simple principio administrativo: “Un lugar para cada cosa, cada cosa en su lugar”. Esto lo recuerdo penosamente y he decido desde hace algún tiempo dejar rutinariamente mis objetos más preciados en un lugar específico, SIEMPRE. Buena idea, pero cuando me encuentro distraído olvido esta simple e importante regla y los objetos altamente necesitados desaparecen de mi vida como arte de magia.
A mi edad, todavía conservo ciertas capacidades funcionales, por tanto, todavía me cocino mis comidas. Como vivo en un apartamento minúsculo, mi cocina es también de tamaño liliputiense y hay que ser un genio para encontrar un lugar para cada cosa, como decía mi profe.
Quienes son expertos en el arte de cocinar saben perfectamente que los utensilios son de extraordinaria importancia ya que serán, llegado el momento, utilizados para obtener el sabor perfecto de una determinada salsa o el tiempo perfecto de cocción de un determinado plato. Con envidia converso del arte culinario con un apreciado amigo que, sin ser chef afamado, domina magistralmente los múltiples detalles de conseguir lo que una complicada receta exige para el deleite de los comensales.
Dicho personaje es el encargado oficial de cocinar un perfecto pavo para las fechas importantes del calendario. Aunque no se lo confieso, me provoca una muy verde envidia de que ni siquiera consulta las recetas para la consecución de sus obras de arte. Creo que como parte de su bondad simplemente exquisita me ha pedido en un par de ocasiones preparar los “sanguches” para los participantes en reuniones o talleres. Complicadas tareas han sido aquellas ocasiones y mis manos tiemblan de saber donde poner las carnes frías que componen la complicada estructura de un sándwich. ¿Dónde dijo que iba el salame o las tajadas de pavo? ¿Y la cantidad de mayonesa que debe ser precisa y científicamente agregada?
¡No, eso es demasiado para tan olvidadiza persona como yo! Aunque a mis compañeros de edad, aquellos que comienzan a avecinar la curva de los 80 quisiera decirles que aquellos expertos en materias de memoria dicen que la confusión y los problemas de memoria causados por emociones usualmente son temporales y desaparecen cuando los sentimientos se van disipando. ¡Enhorabuena! Atentos, sin embargo, a los problemas más profundos de memoria, si ello ocurriese. Siempre consultar con su médico para determinar la seriedad del asunto. Yo por ahora, me pregunto dónde dejé el cucharón de la sopa.