Por Francisco Reyes
TORONTO.
Si algo agradable desde el punto de vista artístico tuvo la noche del sábado 25 de febrero en la ciudad más multicultural de Canadá y el mundo fue el recital poético y musical realizado en Casa Maíz. Los actores en el escenario artístico de esa institución cultural de renombre fueron los salvadoreños Francisco Rico y Alfredo Barahona quienes, radicados en Toronto, producto del exilio que produjo la guerra de 12 años en la nación centroamericana, han superado muchas barreras, sobre todo, la del anonimato.
Desde temprano del anochecer, suavizado por la tibia briza presagiando primavera, varias decenas de personas asistieron a este recital, poco frecuente en su clase, para conocer una de las facetas de Francisco Rico, hasta esa noche ignorada por muchos, quien sorprendió al auditorio revelándose como poeta.
Acompañado con los instrumentos musicales de Alfredo Barahona, “el mejor músico salvadoreño en Canadá”, como expresó el propio Francisco Rico, esta pluma oculta de la diáspora centroamericana presentó una gama de poemas que retrospectivamente recogieron momentos fundamentales de su vida, desde la niñez los momentos actuales de su quehacer al frente del Centro para Refugiados FCJ, junto a su esposa Loly Rico, directora ejecutiva de esa institución.
Pero, sobre todo, recogieron estampas de aquellos momentos inciertos de una guerra que le produjo cicatrices imborrables en lo más profundo de su sensibilidad como escritor. Muchos personajes anónimos envueltos el conflicto bélico desfilaron por sus versos. Otros más conocidos, como el asesinado poeta Roque Dalton, trajeron a la memoria días aciagos en que nadie aseguraba amanecer con vida.
“Por amor emigramos”, como fue denominado el recital, enfocaba temas que forman parte de la problemática existencial y cotidiana de la humanidad: vida, sueños juveniles, amor, familia, nostalgias, patria, libertad… Muerte.
Todo ser humano recuerda siempre lugares importantes de su vida. Francisco Rico se detuvo a destacar, en su poema “Por Amor a la Libertad”, la “Calle La Libertad”, de San Salvador, y la esquina favorita donde se reunía con sus ‘cuates’ para contar historias hiperbólicas propias de juventud en que se exagera la descripción o narración de los hechos, teniendo como testigo inmóvil el poste del tendido eléctrico.
Francisco Rico declamó sus poemas, muchos de ellos escrito en la lengua llana del pueblo salvadoreño, a veces con vocablos que, desde los tiempos del poeta latino Catulo, ha cuestionado la moral en la poesía; si debe evitarse en ella la llamada ‘obscenidad’ o ‘vulgaridad’ del lenguaje, algo que este poeta salvadoreño pasó por alto, sin importarle la opinión de los críticos, como lo hacía Catulo.
Con o sin ella, en sus poemas, Francisco Rico dio a conocer ciertas vertientes populares de los salvadoreños que no se manifiestan con frecuencia en los escenarios artísticos.
Alfredo Barahona ocupó un lugar a la par en la tertulia, caracterizada también por la disciplina de los concurrentes, que se mantenían en silencio concentrados en el espectáculo. No sólo acompañó la recitación con guitarra, flauta y marimba, sino que también la adornó con canciones de la guerra compuestas por cantautores salvadoreños, cuyos nombres, según admitieron, han olvidado, pero que se mantienen intactas en la memoria del pueblo.
Su hijo Ernesto, fino trombonista joven que delata la educación musical recibida de su padre, lo acompañó para abrir el programa, en que las notas de su instrumento exhalaban nostalgias de la patria lejana.
El público fue exigente al final del evento. No los dejó bajar del escenario con preguntas y elogios que revelaron aún más otras facetas, producto de la espontaneidad artística. El acto fue coronado con platos típicos salvadoreños, en los que no faltó la tradicional pupusa.